Juegos
de creación entre dioses y grandes hombres
Pere Salabert, Teoría de la creación en el arte, Akal (Col. Arte y estética), Madrid, 2013.
No es fácil afrontar el tema de la
creación en el arte. Pere Salabert lo aborda sin complejos en un
libro cabalmente estructurado, que nos conduce por las principales
cuestiones que inciden en la creatividad artística, revisándolas
una a una, y una y otra vez en diferentes perspectivas, sin perder de
vista que puede existir un argumento y un planteamiento alegórico en
la misma generación de una teoría. El libro se inicia con una
lamentación fundada, que pone de relieve el exceso de simplificación
lingüística
en que vivimos, al
tiempo que subraya los problemas derivados de la generalización de
una visión bipolar de la realidad, de un todo o nada, de un
implícita o explícitamente, por los que optaremos y en los que
hemos perdido los matices y, aún más que los matices, las
alternativas, los alternados, las facultades de ver más allá. En
este proceso desaparecen las cadenas, los puentes, las escaleras, los
purgatorios, en definitiva, el recorrido y el viaje, porque,
demasiado a menudo, se nos da a entender que sólo existen un Cielo y
un Infierno. Sabemos que los principios antagónicos están ahí y
tienen sus funciones. Verdad y mentira, se podría afirmar,
suscribiendo cierta ironía que nos permita trascender los extremos,
ya que lo ideal sería no quedarse solo (o sola) en los extremos.
Anclar en ellos la visión de la realidad, sea artística o no lo
sea, es perder, como se nos hace ver en el libro, lo que nos plantean
Leonardo, por ejemplo, o Calderón, o Sófocles, entre tantos otros
grandes autores de la historia de la literatura y de las artes.
Aceptemos que no es demasiado honrado,
y además carece de lógica, predicar en blanco o en negro, olvidando
que “el blanco y negro” son más cosas, que configuran un sistema
de valores relativos, de luces y sombras, que se funden
heteróclitamente en una infinita gama de grises. Después, puede
llegar el color para sumergirnos en una imposición de “realidad”
no menos ilusoria, pero siempre fantástica. Quizá es fácil
confundirse cuando son otros valores los que se oponen: justicia e
injusticia, bueno y malo, vicio y virtud… La advertencia sobre
estos planteamientos simplificadores, que Pere Salabert señala desde
el principio, va a facilitar que le sea más cómodo subrayar, acto
seguido, el interés de la indefinición,
tarea que nos brinda su parte constructiva al tiempo que desmorona
algunas de nuestras seguridades y nos vuelve menos maniqueos. La
búsqueda de las fusiones de los opuestos explica un mundo cambiante,
que debe abrirse ante nuestros ojos asombrados, más o menos
asombrados, según sea nuestra capacidad de dudar y nuestra capacidad
para gestionar la duda en el modo adecuado. Ortodoxia y heterodoxia,
Iglesia o Sinagoga, tienden a ocultarnos el valor de la herejía, la
riqueza de su devenir, aquellos entresijos de la realidad en que el
término medio resulta un lugar incómodo que se configura como aquel
“lugar vacío” que nos va a ser presentado en este análisis de
la mano de Aristóteles. Un espacio que nos tienta desde el principio
y que el discurso que reseguimos conseguirá llenar, sobre todo en el
sentido de valorar o poner en valor, ya que no se trata ni de una
fórmula ni de un contenido único, y no podemos pensar que aún
siendo varios nos lo resuelvan todo.
Sobre la base de los mismos opuestos,
tradición e innovación comparecen unidos a la evolución de la
Tragedia. La comedia Las
Ranas, de Aristófanes,
servirá al autor para ilustrar uno de los aspectos fundamentales de
la actividad creativa y recordarnos que ésta se mueve por objetivos.
Puede existir más o menos consciencia sobre estos objetivos, que
pueden operar sobre tramas en las que es factible creer, o no creer,
siendo todo ello lo bastante trascendente como para que un
enfrentamiento entre Esquilo y Eurípides, atendiendo a sus
respectivos méritos poéticos, se trasforme, a partir de aquí, en
un argumento reflexivo y generalizable, que enfrenta dos realidades
artísticas y estéticas tan distintas y tan interdependientes que,
tal vez, no son la una sin la otra. Dispuesto todo en un submundo,
Dionisos, dios y juez del teatro, se proclamará allí partidario de
sacar a Esquilo de aquel “Infierno” resucitándolo.
Quizás porque, habiendo llegado su favorito, Eurípides, a una
profunda crítica y negación de la creatividad de su predecesor, lo
que se impone es el retorno al principio. Todo ello tiene lugar en un
escenario de ultratumba en que también comparece Sófocles, cuya
obra conlleva la consagración de Esquilo y, paradójicamente, es la
clave que garantiza la innovación, impuesta por Eurípides cuando
funda el rechazo frontal de la tradición y determina, al mismo
tiempo, el final de una época.
—
Se conciben así dos caminos opuestos
que Pere Salabert convierte en paradigmas de una cuestión que no
liquida en sí misma: el del arte ensimismado y creador de una
realidad autónoma y sacra, el arte que incomoda y emociona, el arte
oscuro, que representa Esquilo, y el del arte de la claridad, que
encarna Eurípides, dispuesto a someterse a lo real, a la
comunicación inmediata y a la instrucción que banaliza el origen,
es decir, el viejo modelo de Esquilo fundado en el pathos,
para buscar una verdad formativa, más allá de sí mismo y de su
poder instituido sobre los simulacros y las simulaciones. Parece
claro que ambos estadios de pensamiento y actuación configuran
fronteras difusas y van a llevarnos al lugar en que reaparecerá, sin
remedio, la imagen de un Sófocles callado, dispuesto como un enigma
que hay que resolver, una vez ha sido estacionado entre dos polos que
se enfrentan.
En el primer discurso trágico, debido
a Esquilo, no hay oposición, aunque se puedan vislumbrar objetivos y
aunque el hacer
(sin más) se configure, según el autor, como un qué-hacer
que se materializa dándose a entender.
Los resultados de este
particular sistema creativo no llevan consigo restricciones,
incapacitados como están para impedir que lo imposible se haga
posible en la recepción. Así este discurso, adepto a la inmovilidad
al parecer, genera su misma temporalidad y contribuye a pronosticar
el cambio. Esquilo envuelve al espectador en los hechos, lo atrapa en
una tela de araña que le impide salir airoso a la búsqueda de su
propia independencia. En cambio Eurípides apunta a la racionalidad
del discurso que puede ser objeto de discernimiento cuando la
sacralidad baja de sus altares y se requiere una atención crítica
sobre la realidad. De este modo, contempla el origen de la creación
y su entidad en función de unas finalidades que no son simples y que
desfilan en el tiempo, sin necesidad de ser siempre los mismas, ni
tan siquiera de ser viables en función de valores opuestos. Más
bien se diría que lo son cuando confluyen en lo que Pere Salabert
delimita como un “justo medio”, lugar de difícil reconocimiento,
pero que permite compartir realidades aparentemente contrarias sin
perderse en ellas, porque nacen a una nueva proyección, que lo debe
todo (y nada) a las anteriores. Para la tragedia griega, Sófocles
parece ocupar este lugar medianero, ejerciendo de mediador,
abandonado por Eurípides y todavía no conocido por Esquilo.
Entre tanto, deberemos tener en cuenta
que la recepción resulta fundamental para entender el clásico
concepto de belleza. A partir de Aristóteles, la antigua
consideración de lo bello como un equilibrio tenso en que cada pieza
juega su papel, en que no es posible mantener el valor del conjunto
si falla cualquiera de sus componentes, se plantea como perfección
bella de la obra (sea la propia tragedia, por ejemplo).
Salabert, no obstante, parte de esta misma concepción aristotélica
que une la belleza y la perfección para encontrar, no la quietud
estable que se ha querido ver en ella, sino que, por el contrario,
descubre la fórmula de un
dinamismo
en tensión permanente. La belleza antigua como quietud es sólo un
espejismo, un falso sendero. Y comparece aquí la belleza de la
indiferencia según Marcel Duchamp como un punto de inflexión,
lúcidamente evocado en el libro, que nos lleva por estratos a la
discusión del primer principio. El itinerario no carece de zonas de
riesgo pero la
interpretación de dicha indiferencia
pronto cobra todo su sentido. La podemos descifrar como inapetencia
en tanto surge de una hartura, de una saturación, de un empacho de
siglos. Sin embargo, dicho hastío busca su solución y su resolución
y nos traslada por vías nuevas hasta reparar en lo mecánico, en lo
fortuito o en lo circunstancial. Ahora bien, todo ello no puede sino
devolvernos a los espacios consagrados a lo bello, gracias a
conceptos que nos hacen pensar que nos movemos en un territorio con
leyes propias (e impropias), distinto de aquel que llamamos real (a
veces). La máxima levedad se impone sobre la obra que se desvela
porque es en superficie. Sin embargo, no siendo sobre algo
superficial, no siendo meramente superficial, nos revela su
indiscutible carácter. La seriedad del tema, aliada al
distanciamiento que requiere el proceso de teorización, no queda al
margen de la vacilación y nos invita a percibir nuevas
incertidumbres, nuevas zonas de riesgo.
El paso por la emotividad en el acto
de creación es entonces un argumento necesario que el autor
configura a partir de dos acciones-estado fundamentales: creer
y saber
(o, mejor, un saber de la pasión) para apuntar al que sería un
tercero: el de crear.
El acento se pone en el creer.
Las infinitas variables de la creencia —queda bien claro en el
texto— no satisfacen únicamente un credo religioso o una mística, aunque
siempre se pueda analizar lo que hay de religiosidad en el arte más
allá de un arte religioso. Desde el arte, el creer nos conduce a un
nuevo centro. Obtenemos en él una asociación del creer
y el crear
mediante la médula creativa que pasa por la obstinación
del obrar,
por sus quehaceres empecinados, en un sentido que se requiere y se
reclama a sí mismo, por su valor intrínseco, al margen de otras
ideas, ilusiones o realidades, que pueden hacernos viajar más allá
una contrastable “materialidad”, o de una “somática animidad”,
sea por la vía del simbolismo o por otras vías. Desde el mundo de
las ilusiones y de los deseos que contempla la creencia, y de la
posibilidad de perseverar en ella, al tiempo que se ejerce la
libertad de convertirse a nuevos cultos, se contemplan justamente los
procesos de simbolización (creación del sentido) y
“desimbolización” (pérdida de sentido) en sociedad. El
recorrido que concierne a la creación no tiene fronteras, e
“imposible” es una palabra que se brinda dentro de un dilema. Es
decir, como una vía elegible, transitable, abierta al evento. Lejana
al no poder absoluto, se estructura sobre la idea de un reto durable
que el genio acepta. Rozar el desvarío, o la locura, forma parte de
las posibilidades que nos ofrece este escenario en que el
distanciamiento puede ser comicidad, ironía o alienación, pero
también es estilo. Ya se nos ha advertido que, aunque el sujeto
puede crear estando enfermo o trastornado, no es imperioso ser
calificado de tal para crear: la obsesión puede ser estratificada,
dimensionada y relativizada por otros efectos del entorno y por una
personalidad plural.
—
Las distintas formas de ampliación
del conocimiento, sean creaciones,
invenciones
o descubrimientos,
son comparadas de forma minuciosa para que podamos darnos cuenta de
que existen lazos entre estos conceptos y, pese a ello, podamos
reconocer que no van a ser diáfanamente intercambiables, que sus
sentidos merecen ser pensados en su conjunto porque su confrontación
es fructífera y “da que pensar”. También lo hacen los
presupuestos sobre el deber-hacer y el poder-hacer. Hay que
percatarse de todo lo que se dilucida a partir de ellos en la
creación humana, sea generado por el contexto o por el individuo. No
es simple abordar este tema a lo largo de la historia, y envolverlo
todo en un pañuelo resulta imposible. Entre lo más interesante
destacaré la conclusión que une la volición y la posibilidad, en
un terreno que requiere de una creencia y que sugiere siempre una
exploración hacedora.
Podemos acordar con el autor que los
rasgos del creador son múltiples y que sus personalidades no
debieran generar un único prototipo, nunca y en ninguna parte, pese
a los clichés y las fantasías que cada época pueda forjar para
definir al artista, aquel que es capaz de crear y que lo hace a pesar
de la presión que ejerce sobre él la rutina, el hábito, la ley, la
tradición, en momentos de lucidez en que la razón se libera. Todo
ello no cuenta ni sucede al margen de la “oportunidad”. Un tema
que requiere un análisis atento en que la originalidad aparece
condicionada por sus razones de ser y estar en el tiempo y el
espacio. En este campo condicionado, la razón es sólo una parte del
ser que da sentido a la creación artística. Entran en juego el
instinto y la intuición y se pasa a la definición de una
inteligencia inconsciente.
Conocemos así una dimensión que permite que nos preguntemos por
aquella otra forma de razón que deriva de la misma dinámica
creativa y que transciende los parámetros de lo previsible,
instalado en lo que es cardinalmente racional.
La imitación como camino hacia un
mundo alternativo se va encontrar con el estilo, cuando no choca con
él y es posible asistir a un enfrentamiento duro y sugestivo. La
genialidad debe enfrentarse a un mundo construido en el que no todo
llega a cobrar forma y en que cabe rectificar las formas existentes.
Es difícil admitir que se crea de la nada y que el verdadero creador
es aquel que no sigue a nadie justamente porque, en este extremo del
discurso, también existe un justo medio y un muro (o varios). De
hecho, contraponer originalidad y plagio resulta productivo para
entender que el talento se afianza sobre la cultura y que, sin ella,
la naturalidad, el instinto, la emoción, pueden perder pie con
bastante facilidad. En todo caso, queda claro que la mezcla de los
ingredientes es importante pero también que no existe una fórmula
única para el cóctel
de la creatividad. La dimensión individual, el carácter, la
libertad para la acción convergen en la originalidad (o en la
innovación) cuando se superan las barreras normativas y cuando el
modelo es un medio y no el fin. El genio deja una herencia que, sin
embargo, como señala Salabert, no convierte la obra genial en
modélica, ni en normativa, ni en ejemplar. En todo caso, y aunque
quizá sí asuma esos papeles ante seguidores y acólitos, ni es
modelo ni debe serlo para otra obra genial, en el sentido más
limitado, cerrado o estricto, en el sentido de la mímesis ciega, o
tuerta, sí en aquel otro que converge en los fundamentos de la misma
creación. Todo ello va a tener múltiples consecuencias.
—
Los fundamentos
del proceso creativo serán
descritos en este momento del ensayo. Se describen fases pero,
entiendo, y creo estar de acuerdo con el autor, que son fases de un
todo que se muere al ser diseccionado. Algo parecido sucede cuando se
intenta discriminar entre inteligencia y creatividad. Es cierto que
no pueden sobreponerse como si fueran cosas iguales, por eso queda
justificada la existencia de dos palabras distintas, aunque podamos
recordar que no siempre existen palabras en una cultura dada para
todo lo que puede llegar a ser inteligible o, más que inteligible,
que quizás llegaría serlo por suma de conceptos, mencionable
mediante un solo vocablo. Es evidente que, en este interesante
planteamiento, cada forma de inteligencia —y admitamos que existen
toda una serie de variantes, aunque no necesariamente debamos aceptar
las clasificaciones más al uso (Gardner)—, actúa dentro de un
contexto específico, es y no es en función de otras realidades y,
por tanto, también en función de la actividad creativa. El ejemplo
que para ello propone Salabert es el de la pintura
de William Turner, admirada por su predisposición a un cambio
rupturista con la tradición, por ser divergente
en profundidad, mientras que Friedrich contemplaría la vía de la
convergencia
con su tiempo y una transformación más pausada y fácilmente
asumible, no ajena, sin embargo, a la creación. Así se podrían
explicar en sus distintos grados muchas otras formas de actividad
artística, no obstante los parámetros deban seguir enriqueciéndose
y no pueda zanjarse con facilidad el tema de la diversidad de
inteligencias creativas. Una lista cerrada no sirve. De hecho la
divergencia de las vanguardias artísticas no siempre son
convergencia y pueden describirse distintos registros y entidades
para ambas. Ir hacia lo desconocido, en el acto de crear, es un reto
que exige valor. Puede haber imprudencia, se puede ser temerario o
inconsciente, pero el valor es una exigencia que añade posibilidades
formativas al instinto (y a la imaginación) y estructura la
capacidad para crear y enfrentarse
a la realidad. Hay que dar alas a la intuición, situada entre
el instinto y la razón discursiva, según ciertas directrices de
Peirce inteligentemente interpretadas por Salabert.
En este ámbito del ensayo se
desarrollan conceptos fundamentales para entender la actividad
creativa como algo unido a
los procesos mentales
y a las variables que en
ellos intervienen. Se trata de analizar una máquina de relojería
muy complicada, que desemboca en el acto de creación y que se
configura a partir de facultades operativas con carácter distinto,
pero que, de algún modo, se asocian y se requieren para poder ir
hacia delante. En el camino se alimentan mutuamente y se crean
complicidades que elevan la emoción y el sentimiento al nivel de la
razón o, dicho de otro modo, permiten emocionar el pensamiento,
impulsar sus argumentos a la esfera de lo poético. De algún modo es
lo que se describe en el ensayo mediante dos conceptos de contenido
contradictorio en apariencia: la “inteligencia del instinto” y la
“razón emancipada”.
Es evidente que el autor sabe de lo
que está hablando porque lo ha experimentado. En un punto (o
contrapunto) en que reaparece Shakespeare, una respuesta de Francis
Bacon sobre la libertad en la creación le servirá para corroborar
ciertos aspectos del planteamiento general. No voy a reproducirlos
ahora, porque no hay espacio para todo y porque siempre es mejor
emplazar a su encuentro en una lectura completa del trabajo reseñado.
Más allá de esta curiosa y bien llevada pareja, formada por
Shakespeare y Bacon, veremos hablar a otros artistas, Klee y Miró,
por ejemplo, que nos descubren visiones sobre la creación para
ofrecernos nuevas perspectivas sobre la idea (que
Salabert
llama
idea-fuerza)
en el primero y sobre la fuerza como inclinación (clac!)
en el segundo. Sea una u otra la interpretación de base, la
perturbación (o interrupción) de la rutina en el acto creativo
requiere de la espontaneidad
para superar ciertas formas de “sentido común” (de orden
lógico). Gracias a la creatividad de una inteligencia fecunda se
alcanza este objetivo. Ello se ejemplificará más tarde (Cap. 11), a
partir de los ready-mades
de Duchamp y del sentido de la elección artística, ya que en su
conocido ejercicio se integra una alteración palmaria de la rutina.
Pero, antes de llegar aquí, el
autor ha pasado por el
concepto de “infinito semántico”, un atractivo modo de valorar
el fondo insondable y abierto de la obra de arte que nos conducirá
hasta el
apartado desde cuyo título,
“La Tempestad, entre
Giorgione y Shakespeare”,
ya se nos emplaza a
reflexionar sobre el sentir del “sentido interminable” y sobre el
concepto de “semiosis infinita” de Peirce (págs.139-144).
Algunas interpretaciones de las obras de arte llegan a configurar
mundos alternativos, que pueden ser divergentes pero, aún así, son
válidos y de interés indudable, cuando nos llevan más allá de lo
previsible y nos permiten ampliar horizontes. La interpretación
puede ser infortunada o feliz dependiendo del lugar en que nos
situemos y de la importancia que vayamos a conceder a la “verdad”,
sea una verdad de época, sea nuestra verdad o sea una verdad
contemplada a través de los ojos del mismo artista. La dificultad
también aquí se encuentra bien servida. De hecho, nada nos va a
impedir refutar las afirmaciones del artista sobre su propia obra.
Alternativa, antagonismo y adhesión
en el acto creativo verifican su cometido heterogéneo en un estadio
en que se analizan más detenidamente las formas de la espontaneidad,
sus límites y sus contrasentidos. La apariencia y la realidad no
siempre van a ser polos opuestos y no acostumbran a serlo casi nunca
en el arte. La máscara, el ocultamiento
por parte de lo
artístico, y el universo simbólico emplazado, y remplazado, la
cultura y la naturaleza abren interrogantes que parten del cómo de
la creación, de la intuición creadora, la predisposición, la
dedicación y el sentido que cabe dar a la palabra “inspiración”.
—
La dimensión histórica de cada
concepto es un factor importante que, enjuiciado a través de unas
“ideas estéticas”, Pere Salabert va a recordar a menudo para
permitirnos reconquistar la complejidad del tema y llegar a algunas
conclusiones que son importantes. Advertimos que se configuran planos
de interdependencia y particularidad que afectan, asimismo, a los
artistas mencionados y a su valoración a través de los tiempos. Las
ideas en torno al ser inspirado nos hablan también de sus
capacidades imaginativas, de su originalidad artística, de aspectos
que son peculiares en cada creador y, en definitiva, de sus credos y
de sus inseguridades. De ahí a plantear las imposibilidades que
trajinan necesidad y libertad en el arte hay un solo paso, que se da
sin tardanza y que obliga a revisar lo que creíamos saber sobre la
obra acabada y los modos posibles de abordarla. El «poema-espada»
que desea Jorge Guillen y
Salabert toma por ejemplo
es una magnífica introducción a la búsqueda de un objetivo
artístico que irradia más allá de lo posible (“la creación
emana de una imposibilidad”, se nos advierte en la página 134), y
se genera en el escollo. A partir del
Fausto de Goethe, y de su
prolongada elaboración, el acento se hace recaer sobre la
relatividad del tiempo concedido a la mencionada
espontaneidad,
ya que ésta puede hacerse durable, pues no conviene en exclusiva a
la acción breve o a la iniciativa instantánea y fugaz. Ahí
se describen los límites
de la intención, construida sobre la voluntad, y se fija la frontera
en la que la idea de “intencionalidad” se escapa de la intención,
aun conteniéndola, porque vislumbra también la casualidad (el
azar), la libertad en el hacer, que puede ser dominado por la
oscuridad, por el ocultamiento, por la invisibilidad, por el
inconsciente o por otras variables.
Sentir, ver y pensar configuran formas
de recepción de la obra que serán descritas con rigor, de un lado y
otro de la creación. Pero este conjunto se desdibuja en el cuadro de
algunas manifestaciones artísticas recientes, concebidas como
“teoría de una práctica” en la que “lo sensible” parece
arruinarse. Seguro que se rescatará de algún modo, pero el
interrogante queda abierto de nuevo y hay que inventar la solución.
Los métodos de indagación, sean deductivos, inductivos o
abductivos, nos devuelven al trabajo creativo. El procedimiento,
basado en un sistema de asociaciones que se ejercen sin trabas y en
todas direcciones, será considerado el más idóneo para la
creatividad artística que, siendo efectiva a partir de la emoción,
también se puede describir a partir de la idea, definida en un
sentido poco restrictivo, cercano a la inspiración, a la moción que
ilumina y a las formas de la imaginación que confieren
intencionalidad. A partir de aquí, moverse en círculo es posible y
también lo es buscar tesoros lejos cuando los tenemos cerca, se nos
dice en el Cap. 10 que nos lleva a Baltasar Gracián pasando por
Bagdad y Sarmarkanda y el mundo de los sueños complementarios, aquel
que explorará Roger Callois, en Images,
Images, un libro sobre los
poderes de la imaginación, y en otros trabajos.
—
Todo ello nos da a entender que el
viaje vuelve a tener sentido, aquel sentido de la indeterminación,
de lo furtivo, de lo que no
se deja ver completamente,
de lo que conserva su secreto (la “reserva semántica”
según la expresión del autor),
aunque los desee comunicar. Se nos incita a no olvidar estos
itinerarios y a recuperar el valor de lo que habíamos perdido cuando
nos aposentamos en los extremos y su simple contraposición.
Apropiacionismos, parasitismos, reciclajes, recreacionismo, en suma,
definen formas de extracción pero también de desviación, de
desajuste, que ya se contenían en otras formas de la creatividad
artística. Las sombras se hacen necesarias porque la claridad
absoluta desvanece las formas y nos impide verlas. Sobre esta
premisa, se interpreta el ˝estilo personal˝ como sombra, que no
debe excederse, y que ejerce su función al permitirnos discriminar y
hacernos ver con cierta intención. El estilo contiene un proceso de
selección (y de negación al mismo tiempo) en que lo obrado se
distingue, se hace diferente de cuanto lo rodea. Ahora bien, no
olvidemos que es a partir de todo ello y pese a todo ello. Por
consiguiente, nos hace aspirar a más. Este deseo, ambición o
anhelo, que promueve la cara oculta del arte, aquella que el autor
compara a la que encarna
el erotismo —un concepto que cierra el libro—, hará reaccionar
al espectador.
Como es evidente, todo lo referido
hasta aquí es sólo una parte de lo que podrá hallarse en la Teoría
de la creación en el arte
de Pere Salabert, en suma, una aportación
importante, reflexiva y lúcidamente planteada sobre un tema
fundamental. No me he referido, por ejemplo, a su interpretación de
la obra de Christo, Rufino Mesa o Yuhsin U. Chang. Lo contado hasta
aquí ni es todo lo que es posible encontrar en el libro ni puede ser
todo lo que nos daría que pensar si lo leyéramos nuevamente. En él
queda mucho por ver, entender y conjeturar que nos llevaría más
allá de esta síntesis. Sin embargo, y a falta de lo mucho que se
podría añadir todavía, no deseo concluir sin anotar que considero
apasionante que, desde el siglo XXI, alguien nos invite a repensar ese fabuloso encuentro de los tres grandes trágicos ˝en el
Infierno˝ —puesto que sólo en el más allá podían coincidir los
tres—, para hacernos
asistir a un episodio en el que la creación debate sus principios,
quizás para hacernos caer también en la cuenta de que no existen
extremos que no busquen sus justos medios.
En todo caso, al final sabremos que no
todo está prefigurado. Cada enjuiciamiento de lo creativo conforma
sus teorías y tiene sus edades, pero para poder avanzar de modo
inteligente, lo hace retrocediendo, cuando le resulta necesario, y
asimilando que, como se nos dice, «no hay un significado redentor
último» (Salabert, 2013, p. 143).
Rosa
Alcoy
Universitat
de Barcelona
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