21 de set. 2013

Reseña de "Teoría de la creación en el arte", de Pere Salabert, por Rosa Alcoy

Juegos de creación entre dioses y grandes hombres

Pere Salabert, Teoría de la creación en el arte, Akal (Col. Arte y estética), Madrid, 2013.

No es fácil afrontar el tema de la creación en el arte. Pere Salabert lo aborda sin complejos en un libro cabalmente estructurado, que nos conduce por las principales cuestiones que inciden en la creatividad artística, revisándolas una a una, y una y otra vez en diferentes perspectivas, sin perder de vista que puede existir un argumento y un planteamiento alegórico en la misma generación de una teoría. El libro se inicia con una lamentación fundada, que pone de relieve el exceso de simplificación lingüística en que vivimos, al tiempo que subraya los problemas derivados de la generalización de una visión bipolar de la realidad, de un todo o nada, de un implícita o explícitamente, por los que optaremos y en los que hemos perdido los matices y, aún más que los matices, las alternativas, los alternados, las facultades de ver más allá. En este proceso desaparecen las cadenas, los puentes, las escaleras, los purgatorios, en definitiva, el recorrido y el viaje, porque, demasiado a menudo, se nos da a entender que sólo existen un Cielo y un Infierno. Sabemos que los principios antagónicos están ahí y tienen sus funciones. Verdad y mentira, se podría afirmar, suscribiendo cierta ironía que nos permita trascender los extremos, ya que lo ideal sería no quedarse solo (o sola) en los extremos. Anclar en ellos la visión de la realidad, sea artística o no lo sea, es perder, como se nos hace ver en el libro, lo que nos plantean Leonardo, por ejemplo, o Calderón, o Sófocles, entre tantos otros grandes autores de la historia de la literatura y de las artes.
Aceptemos que no es demasiado honrado, y además carece de lógica, predicar en blanco o en negro, olvidando que “el blanco y negro” son más cosas, que configuran un sistema de valores relativos, de luces y sombras, que se funden heteróclitamente en una infinita gama de grises. Después, puede llegar el color para sumergirnos en una imposición de “realidad” no menos ilusoria, pero siempre fantástica. Quizá es fácil confundirse cuando son otros valores los que se oponen: justicia e injusticia, bueno y malo, vicio y virtud… La advertencia sobre estos planteamientos simplificadores, que Pere Salabert señala desde el principio, va a facilitar que le sea más cómodo subrayar, acto seguido, el interés de la indefinición, tarea que nos brinda su parte constructiva al tiempo que desmorona algunas de nuestras seguridades y nos vuelve menos maniqueos. La búsqueda de las fusiones de los opuestos explica un mundo cambiante, que debe abrirse ante nuestros ojos asombrados, más o menos asombrados, según sea nuestra capacidad de dudar y nuestra capacidad para gestionar la duda en el modo adecuado. Ortodoxia y heterodoxia, Iglesia o Sinagoga, tienden a ocultarnos el valor de la herejía, la riqueza de su devenir, aquellos entresijos de la realidad en que el término medio resulta un lugar incómodo que se configura como aquel “lugar vacío” que nos va a ser presentado en este análisis de la mano de Aristóteles. Un espacio que nos tienta desde el principio y que el discurso que reseguimos conseguirá llenar, sobre todo en el sentido de valorar o poner en valor, ya que no se trata ni de una fórmula ni de un contenido único, y no podemos pensar que aún siendo varios nos lo resuelvan todo.
Sobre la base de los mismos opuestos, tradición e innovación comparecen unidos a la evolución de la Tragedia. La comedia Las Ranas, de Aristófanes, servirá al autor para ilustrar uno de los aspectos fundamentales de la actividad creativa y recordarnos que ésta se mueve por objetivos. Puede existir más o menos consciencia sobre estos objetivos, que pueden operar sobre tramas en las que es factible creer, o no creer, siendo todo ello lo bastante trascendente como para que un enfrentamiento entre Esquilo y Eurípides, atendiendo a sus respectivos méritos poéticos, se trasforme, a partir de aquí, en un argumento reflexivo y generalizable, que enfrenta dos realidades artísticas y estéticas tan distintas y tan interdependientes que, tal vez, no son la una sin la otra. Dispuesto todo en un submundo, Dionisos, dios y juez del teatro, se proclamará allí partidario de sacar a Esquilo de aquel “Infierno” resucitándolo. Quizás porque, habiendo llegado su favorito, Eurípides, a una profunda crítica y negación de la creatividad de su predecesor, lo que se impone es el retorno al principio. Todo ello tiene lugar en un escenario de ultratumba en que también comparece Sófocles, cuya obra conlleva la consagración de Esquilo y, paradójicamente, es la clave que garantiza la innovación, impuesta por Eurípides cuando funda el rechazo frontal de la tradición y determina, al mismo tiempo, el final de una época.
Se conciben así dos caminos opuestos que Pere Salabert convierte en paradigmas de una cuestión que no liquida en sí misma: el del arte ensimismado y creador de una realidad autónoma y sacra, el arte que incomoda y emociona, el arte oscuro, que representa Esquilo, y el del arte de la claridad, que encarna Eurípides, dispuesto a someterse a lo real, a la comunicación inmediata y a la instrucción que banaliza el origen, es decir, el viejo modelo de Esquilo fundado en el pathos, para buscar una verdad formativa, más allá de sí mismo y de su poder instituido sobre los simulacros y las simulaciones. Parece claro que ambos estadios de pensamiento y actuación configuran fronteras difusas y van a llevarnos al lugar en que reaparecerá, sin remedio, la imagen de un Sófocles callado, dispuesto como un enigma que hay que resolver, una vez ha sido estacionado entre dos polos que se enfrentan.
En el primer discurso trágico, debido a Esquilo, no hay oposición, aunque se puedan vislumbrar objetivos y aunque el hacer (sin más) se configure, según el autor, como un qué-hacer que se materializa dándose a entender. Los resultados de este particular sistema creativo no llevan consigo restricciones, incapacitados como están para impedir que lo imposible se haga posible en la recepción. Así este discurso, adepto a la inmovilidad al parecer, genera su misma temporalidad y contribuye a pronosticar el cambio. Esquilo envuelve al espectador en los hechos, lo atrapa en una tela de araña que le impide salir airoso a la búsqueda de su propia independencia. En cambio Eurípides apunta a la racionalidad del discurso que puede ser objeto de discernimiento cuando la sacralidad baja de sus altares y se requiere una atención crítica sobre la realidad. De este modo, contempla el origen de la creación y su entidad en función de unas finalidades que no son simples y que desfilan en el tiempo, sin necesidad de ser siempre los mismas, ni tan siquiera de ser viables en función de valores opuestos. Más bien se diría que lo son cuando confluyen en lo que Pere Salabert delimita como un “justo medio”, lugar de difícil reconocimiento, pero que permite compartir realidades aparentemente contrarias sin perderse en ellas, porque nacen a una nueva proyección, que lo debe todo (y nada) a las anteriores. Para la tragedia griega, Sófocles parece ocupar este lugar medianero, ejerciendo de mediador, abandonado por Eurípides y todavía no conocido por Esquilo.
Entre tanto, deberemos tener en cuenta que la recepción resulta fundamental para entender el clásico concepto de belleza. A partir de Aristóteles, la antigua consideración de lo bello como un equilibrio tenso en que cada pieza juega su papel, en que no es posible mantener el valor del conjunto si falla cualquiera de sus componentes, se plantea como perfección bella de la obra (sea la propia tragedia, por ejemplo). Salabert, no obstante, parte de esta misma concepción aristotélica que une la belleza y la perfección para encontrar, no la quietud estable que se ha querido ver en ella, sino que, por el contrario, descubre la fórmula de un dinamismo en tensión permanente. La belleza antigua como quietud es sólo un espejismo, un falso sendero. Y comparece aquí la belleza de la indiferencia según Marcel Duchamp como un punto de inflexión, lúcidamente evocado en el libro, que nos lleva por estratos a la discusión del primer principio. El itinerario no carece de zonas de riesgo pero la interpretación de dicha indiferencia pronto cobra todo su sentido. La podemos descifrar como inapetencia en tanto surge de una hartura, de una saturación, de un empacho de siglos. Sin embargo, dicho hastío busca su solución y su resolución y nos traslada por vías nuevas hasta reparar en lo mecánico, en lo fortuito o en lo circunstancial. Ahora bien, todo ello no puede sino devolvernos a los espacios consagrados a lo bello, gracias a conceptos que nos hacen pensar que nos movemos en un territorio con leyes propias (e impropias), distinto de aquel que llamamos real (a veces). La máxima levedad se impone sobre la obra que se desvela porque es en superficie. Sin embargo, no siendo sobre algo superficial, no siendo meramente superficial, nos revela su indiscutible carácter. La seriedad del tema, aliada al distanciamiento que requiere el proceso de teorización, no queda al margen de la vacilación y nos invita a percibir nuevas incertidumbres, nuevas zonas de riesgo.
El paso por la emotividad en el acto de creación es entonces un argumento necesario que el autor configura a partir de dos acciones-estado fundamentales: creer y saber (o, mejor, un saber de la pasión) para apuntar al que sería un tercero: el de crear. El acento se pone en el creer. Las infinitas variables de la creencia —queda bien claro en el texto no satisfacen únicamente un credo religioso o una mística, aunque siempre se pueda analizar lo que hay de religiosidad en el arte más allá de un arte religioso. Desde el arte, el creer nos conduce a un nuevo centro. Obtenemos en él una asociación del creer y el crear mediante la médula creativa que pasa por la obstinación del obrar, por sus quehaceres empecinados, en un sentido que se requiere y se reclama a sí mismo, por su valor intrínseco, al margen de otras ideas, ilusiones o realidades, que pueden hacernos viajar más allá una contrastable “materialidad”, o de una “somática animidad”, sea por la vía del simbolismo o por otras vías. Desde el mundo de las ilusiones y de los deseos que contempla la creencia, y de la posibilidad de perseverar en ella, al tiempo que se ejerce la libertad de convertirse a nuevos cultos, se contemplan justamente los procesos de simbolización (creación del sentido) y “desimbolización” (pérdida de sentido) en sociedad. El recorrido que concierne a la creación no tiene fronteras, e “imposible” es una palabra que se brinda dentro de un dilema. Es decir, como una vía elegible, transitable, abierta al evento. Lejana al no poder absoluto, se estructura sobre la idea de un reto durable que el genio acepta. Rozar el desvarío, o la locura, forma parte de las posibilidades que nos ofrece este escenario en que el distanciamiento puede ser comicidad, ironía o alienación, pero también es estilo. Ya se nos ha advertido que, aunque el sujeto puede crear estando enfermo o trastornado, no es imperioso ser calificado de tal para crear: la obsesión puede ser estratificada, dimensionada y relativizada por otros efectos del entorno y por una personalidad plural.
Las distintas formas de ampliación del conocimiento, sean creaciones, invenciones o descubrimientos, son comparadas de forma minuciosa para que podamos darnos cuenta de que existen lazos entre estos conceptos y, pese a ello, podamos reconocer que no van a ser diáfanamente intercambiables, que sus sentidos merecen ser pensados en su conjunto porque su confrontación es fructífera y “da que pensar”. También lo hacen los presupuestos sobre el deber-hacer y el poder-hacer. Hay que percatarse de todo lo que se dilucida a partir de ellos en la creación humana, sea generado por el contexto o por el individuo. No es simple abordar este tema a lo largo de la historia, y envolverlo todo en un pañuelo resulta imposible. Entre lo más interesante destacaré la conclusión que une la volición y la posibilidad, en un terreno que requiere de una creencia y que sugiere siempre una exploración hacedora.
Podemos acordar con el autor que los rasgos del creador son múltiples y que sus personalidades no debieran generar un único prototipo, nunca y en ninguna parte, pese a los clichés y las fantasías que cada época pueda forjar para definir al artista, aquel que es capaz de crear y que lo hace a pesar de la presión que ejerce sobre él la rutina, el hábito, la ley, la tradición, en momentos de lucidez en que la razón se libera. Todo ello no cuenta ni sucede al margen de la “oportunidad”. Un tema que requiere un análisis atento en que la originalidad aparece condicionada por sus razones de ser y estar en el tiempo y el espacio. En este campo condicionado, la razón es sólo una parte del ser que da sentido a la creación artística. Entran en juego el instinto y la intuición y se pasa a la definición de una inteligencia inconsciente. Conocemos así una dimensión que permite que nos preguntemos por aquella otra forma de razón que deriva de la misma dinámica creativa y que transciende los parámetros de lo previsible, instalado en lo que es cardinalmente racional.
La imitación como camino hacia un mundo alternativo se va encontrar con el estilo, cuando no choca con él y es posible asistir a un enfrentamiento duro y sugestivo. La genialidad debe enfrentarse a un mundo construido en el que no todo llega a cobrar forma y en que cabe rectificar las formas existentes. Es difícil admitir que se crea de la nada y que el verdadero creador es aquel que no sigue a nadie justamente porque, en este extremo del discurso, también existe un justo medio y un muro (o varios). De hecho, contraponer originalidad y plagio resulta productivo para entender que el talento se afianza sobre la cultura y que, sin ella, la naturalidad, el instinto, la emoción, pueden perder pie con bastante facilidad. En todo caso, queda claro que la mezcla de los ingredientes es importante pero también que no existe una fórmula única para el cóctel de la creatividad. La dimensión individual, el carácter, la libertad para la acción convergen en la originalidad (o en la innovación) cuando se superan las barreras normativas y cuando el modelo es un medio y no el fin. El genio deja una herencia que, sin embargo, como señala Salabert, no convierte la obra genial en modélica, ni en normativa, ni en ejemplar. En todo caso, y aunque quizá sí asuma esos papeles ante seguidores y acólitos, ni es modelo ni debe serlo para otra obra genial, en el sentido más limitado, cerrado o estricto, en el sentido de la mímesis ciega, o tuerta, sí en aquel otro que converge en los fundamentos de la misma creación. Todo ello va a tener múltiples consecuencias.
Los fundamentos del proceso creativo serán descritos en este momento del ensayo. Se describen fases pero, entiendo, y creo estar de acuerdo con el autor, que son fases de un todo que se muere al ser diseccionado. Algo parecido sucede cuando se intenta discriminar entre inteligencia y creatividad. Es cierto que no pueden sobreponerse como si fueran cosas iguales, por eso queda justificada la existencia de dos palabras distintas, aunque podamos recordar que no siempre existen palabras en una cultura dada para todo lo que puede llegar a ser inteligible o, más que inteligible, que quizás llegaría serlo por suma de conceptos, mencionable mediante un solo vocablo. Es evidente que, en este interesante planteamiento, cada forma de inteligencia —y admitamos que existen toda una serie de variantes, aunque no necesariamente debamos aceptar las clasificaciones más al uso (Gardner)—, actúa dentro de un contexto específico, es y no es en función de otras realidades y, por tanto, también en función de la actividad creativa. El ejemplo que para ello propone Salabert es el de la pintura de William Turner, admirada por su predisposición a un cambio rupturista con la tradición, por ser divergente en profundidad, mientras que Friedrich contemplaría la vía de la convergencia con su tiempo y una transformación más pausada y fácilmente asumible, no ajena, sin embargo, a la creación. Así se podrían explicar en sus distintos grados muchas otras formas de actividad artística, no obstante los parámetros deban seguir enriqueciéndose y no pueda zanjarse con facilidad el tema de la diversidad de inteligencias creativas. Una lista cerrada no sirve. De hecho la divergencia de las vanguardias artísticas no siempre son convergencia y pueden describirse distintos registros y entidades para ambas. Ir hacia lo desconocido, en el acto de crear, es un reto que exige valor. Puede haber imprudencia, se puede ser temerario o inconsciente, pero el valor es una exigencia que añade posibilidades formativas al instinto (y a la imaginación) y estructura la capacidad para crear y enfrentarse a la realidad. Hay que dar alas a la intuición, situada entre el instinto y la razón discursiva, según ciertas directrices de Peirce inteligentemente interpretadas por Salabert.
En este ámbito del ensayo se desarrollan conceptos fundamentales para entender la actividad creativa como algo unido a los procesos mentales y a las variables que en ellos intervienen. Se trata de analizar una máquina de relojería muy complicada, que desemboca en el acto de creación y que se configura a partir de facultades operativas con carácter distinto, pero que, de algún modo, se asocian y se requieren para poder ir hacia delante. En el camino se alimentan mutuamente y se crean complicidades que elevan la emoción y el sentimiento al nivel de la razón o, dicho de otro modo, permiten emocionar el pensamiento, impulsar sus argumentos a la esfera de lo poético. De algún modo es lo que se describe en el ensayo mediante dos conceptos de contenido contradictorio en apariencia: la “inteligencia del instinto” y la “razón emancipada”.
Es evidente que el autor sabe de lo que está hablando porque lo ha experimentado. En un punto (o contrapunto) en que reaparece Shakespeare, una respuesta de Francis Bacon sobre la libertad en la creación le servirá para corroborar ciertos aspectos del planteamiento general. No voy a reproducirlos ahora, porque no hay espacio para todo y porque siempre es mejor emplazar a su encuentro en una lectura completa del trabajo reseñado. Más allá de esta curiosa y bien llevada pareja, formada por Shakespeare y Bacon, veremos hablar a otros artistas, Klee y Miró, por ejemplo, que nos descubren visiones sobre la creación para ofrecernos nuevas perspectivas sobre la idea (que Salabert llama idea-fuerza) en el primero y sobre la fuerza como inclinación (clac!) en el segundo. Sea una u otra la interpretación de base, la perturbación (o interrupción) de la rutina en el acto creativo requiere de la espontaneidad para superar ciertas formas de “sentido común” (de orden lógico). Gracias a la creatividad de una inteligencia fecunda se alcanza este objetivo. Ello se ejemplificará más tarde (Cap. 11), a partir de los ready-mades de Duchamp y del sentido de la elección artística, ya que en su conocido ejercicio se integra una alteración palmaria de la rutina. Pero, antes de llegar aquí, el autor ha pasado por el concepto de “infinito semántico”, un atractivo modo de valorar el fondo insondable y abierto de la obra de arte que nos conducirá hasta el apartado desde cuyo título,La Tempestad, entre Giorgione y Shakespeare”, ya se nos emplaza a reflexionar sobre el sentir del “sentido interminable” y sobre el concepto de “semiosis infinita” de Peirce (págs.139-144). Algunas interpretaciones de las obras de arte llegan a configurar mundos alternativos, que pueden ser divergentes pero, aún así, son válidos y de interés indudable, cuando nos llevan más allá de lo previsible y nos permiten ampliar horizontes. La interpretación puede ser infortunada o feliz dependiendo del lugar en que nos situemos y de la importancia que vayamos a conceder a la “verdad”, sea una verdad de época, sea nuestra verdad o sea una verdad contemplada a través de los ojos del mismo artista. La dificultad también aquí se encuentra bien servida. De hecho, nada nos va a impedir refutar las afirmaciones del artista sobre su propia obra.
Alternativa, antagonismo y adhesión en el acto creativo verifican su cometido heterogéneo en un estadio en que se analizan más detenidamente las formas de la espontaneidad, sus límites y sus contrasentidos. La apariencia y la realidad no siempre van a ser polos opuestos y no acostumbran a serlo casi nunca en el arte. La máscara, el ocultamiento por parte de lo artístico, y el universo simbólico emplazado, y remplazado, la cultura y la naturaleza abren interrogantes que parten del cómo de la creación, de la intuición creadora, la predisposición, la dedicación y el sentido que cabe dar a la palabra “inspiración”.
La dimensión histórica de cada concepto es un factor importante que, enjuiciado a través de unas “ideas estéticas”, Pere Salabert va a recordar a menudo para permitirnos reconquistar la complejidad del tema y llegar a algunas conclusiones que son importantes. Advertimos que se configuran planos de interdependencia y particularidad que afectan, asimismo, a los artistas mencionados y a su valoración a través de los tiempos. Las ideas en torno al ser inspirado nos hablan también de sus capacidades imaginativas, de su originalidad artística, de aspectos que son peculiares en cada creador y, en definitiva, de sus credos y de sus inseguridades. De ahí a plantear las imposibilidades que trajinan necesidad y libertad en el arte hay un solo paso, que se da sin tardanza y que obliga a revisar lo que creíamos saber sobre la obra acabada y los modos posibles de abordarla. El «poema-espada» que desea Jorge Guillen y Salabert toma por ejemplo es una magnífica introducción a la búsqueda de un objetivo artístico que irradia más allá de lo posible (“la creación emana de una imposibilidad”, se nos advierte en la página 134), y se genera en el escollo. A partir del Fausto de Goethe, y de su prolongada elaboración, el acento se hace recaer sobre la relatividad del tiempo concedido a la mencionada espontaneidad, ya que ésta puede hacerse durable, pues no conviene en exclusiva a la acción breve o a la iniciativa instantánea y fugaz. Ahí se describen los límites de la intención, construida sobre la voluntad, y se fija la frontera en la que la idea de “intencionalidad” se escapa de la intención, aun conteniéndola, porque vislumbra también la casualidad (el azar), la libertad en el hacer, que puede ser dominado por la oscuridad, por el ocultamiento, por la invisibilidad, por el inconsciente o por otras variables.
Sentir, ver y pensar configuran formas de recepción de la obra que serán descritas con rigor, de un lado y otro de la creación. Pero este conjunto se desdibuja en el cuadro de algunas manifestaciones artísticas recientes, concebidas como “teoría de una práctica” en la que “lo sensible” parece arruinarse. Seguro que se rescatará de algún modo, pero el interrogante queda abierto de nuevo y hay que inventar la solución. Los métodos de indagación, sean deductivos, inductivos o abductivos, nos devuelven al trabajo creativo. El procedimiento, basado en un sistema de asociaciones que se ejercen sin trabas y en todas direcciones, será considerado el más idóneo para la creatividad artística que, siendo efectiva a partir de la emoción, también se puede describir a partir de la idea, definida en un sentido poco restrictivo, cercano a la inspiración, a la moción que ilumina y a las formas de la imaginación que confieren intencionalidad. A partir de aquí, moverse en círculo es posible y también lo es buscar tesoros lejos cuando los tenemos cerca, se nos dice en el Cap. 10 que nos lleva a Baltasar Gracián pasando por Bagdad y Sarmarkanda y el mundo de los sueños complementarios, aquel que explorará Roger Callois, en Images, Images, un libro sobre los poderes de la imaginación, y en otros trabajos.
Todo ello nos da a entender que el viaje vuelve a tener sentido, aquel sentido de la indeterminación, de lo furtivo, de lo que no se deja ver completamente, de lo que conserva su secreto (la “reserva semántica” según la expresión del autor), aunque los desee comunicar. Se nos incita a no olvidar estos itinerarios y a recuperar el valor de lo que habíamos perdido cuando nos aposentamos en los extremos y su simple contraposición. Apropiacionismos, parasitismos, reciclajes, recreacionismo, en suma, definen formas de extracción pero también de desviación, de desajuste, que ya se contenían en otras formas de la creatividad artística. Las sombras se hacen necesarias porque la claridad absoluta desvanece las formas y nos impide verlas. Sobre esta premisa, se interpreta el ˝estilo personal˝ como sombra, que no debe excederse, y que ejerce su función al permitirnos discriminar y hacernos ver con cierta intención. El estilo contiene un proceso de selección (y de negación al mismo tiempo) en que lo obrado se distingue, se hace diferente de cuanto lo rodea. Ahora bien, no olvidemos que es a partir de todo ello y pese a todo ello. Por consiguiente, nos hace aspirar a más. Este deseo, ambición o anhelo, que promueve la cara oculta del arte, aquella que el autor compara a la que encarna el erotismo —un concepto que cierra el libro—, hará reaccionar al espectador.
Como es evidente, todo lo referido hasta aquí es sólo una parte de lo que podrá hallarse en la Teoría de la creación en el arte de Pere Salabert, en suma, una aportación importante, reflexiva y lúcidamente planteada sobre un tema fundamental. No me he referido, por ejemplo, a su interpretación de la obra de Christo, Rufino Mesa o Yuhsin U. Chang. Lo contado hasta aquí ni es todo lo que es posible encontrar en el libro ni puede ser todo lo que nos daría que pensar si lo leyéramos nuevamente. En él queda mucho por ver, entender y conjeturar que nos llevaría más allá de esta síntesis. Sin embargo, y a falta de lo mucho que se podría añadir todavía, no deseo concluir sin anotar que considero apasionante que, desde el siglo XXI, alguien nos invite a repensar ese fabuloso encuentro de los tres grandes trágicos ˝en el Infierno˝ —puesto que sólo en el más allá podían coincidir los tres—, para hacernos asistir a un episodio en el que la creación debate sus principios, quizás para hacernos caer también en la cuenta de que no existen extremos que no busquen sus justos medios.
En todo caso, al final sabremos que no todo está prefigurado. Cada enjuiciamiento de lo creativo conforma sus teorías y tiene sus edades, pero para poder avanzar de modo inteligente, lo hace retrocediendo, cuando le resulta necesario, y asimilando que, como se nos dice, «no hay un significado redentor último» (Salabert, 2013, p. 143).
Rosa Alcoy
Universitat de Barcelona