Pere SALABERT: Figuras del viaje. Tiempo, Arte, Identidad, Homo Sapiens
El ser es tiempo humanizado por la conciencia del recuerdo. No es indiferente que nuestra conciencia temporal organice su contenido según una cierta lógica, y que ésta propenda a la narración histórica, se estructure en círculos concéntricos según el modelo mítico u obedezca al impulso momentáneo y semiciego de una rememoración automática que la convierte en una artesanía mental creadora. Porque al fin y al cabo lo importante es que impregnada de sí misma, saturada, esta conciencia desciende un grado en la escala de los tiempos y va a recluirse en un estadio de la mnesis en el que la imaginación personal hunde sus raíces en la naturaleza pulsional repetitiva. Y
¿No concebía el siglo XVIII el proceso civilizador y cultural de un modo evolutivo? La historia había que hacerla: era el Progreso. Nuestro siglo la vive como un regreso. Ya no la hacemos. Ahora se repite o se prolonga sola. O se alarga con el retorno fantasmático de sus materiales en desorden o se debilita hasta evaporarse. ¿No se dice que hay que volver al hombre? ¿Y qué es el hombre si no el hilo conductor de la Historia , aquella pasión hegeliana que es su tensión interna? Lo que había dado origen al hombre y a la Histo ria es ahora su pasaje para la vuelta. No hablo de un tiempo que permite nuestra memoria, sino de una memoria que engendra el tiempo y lo revitaliza con el olvido.
Porque ahora nuestra memoria personal sumergida en la vida no interpreta el presente como un avance en el quehacer. Al contrario, lo contempla como un regreso imparable del pasado en el que todo está aún por rehacer. Y esa no es la idea medieval de la duración como un flujo. Nuestro tiempo no proviene del futuro hacia el pasado atravesando el presente fronterizo de nuestro ser. Tampoco atribuimos al tiempo presente la tarea de amueblar el futuro. Lo que hacemos con nuestra memoria personal es vivir el retorno fantasmagórico de lo que ya fue agolpándose en un ahora que todavía está por hacer aunque ya se presente embarazado de su historia.
¿Por qué Figuras del viaje? Porque en el cuadro que acabo de esbozar la memoria colectiva deja paso al olvido estético de un individualismo múltiple y disperso, cambiante. Todo es arte o experiencia artística según la inmediatez y la fugacidad de aquella «inmaculada percepción» de la que hablara Nietzsche. Pulsional y aleatoria, la memoria se presenta libre y creativa. Pero su reaparición no lleva consigo el logos, ni siquiera el mythos, sino una forma nueva de poiesis previamente mitificada. Estamos condicionados por una mnesis de fantasía que no supone oposición alguna frente al olvido. Gracias a ella el arte y la experiencia en general tienen su consecuencia lógica en un «viaje» de naturaleza simbólica. Su función consiste en proporcionarnos una iniciación estética que no lleva a ningún lado. ¿Su provecho?: exorcizar el vacío mental.
Todo esto tiene su precedentes. ¿No se inauguró el pensamiento de Platón con la conciencia de la vida como un viaje? El hombre, cuya condición de caído le hacía residente de las sombras, debía levantarse y emprender de nuevo un viaje místico de conocimiento hacia la luz. Eso le convertiría de residente de las sombras en viajero de la luz. La vida como «tarea» estaba así servida durante el largo tiempo medieval. Después, entre el Renacimiento y la Ilus tración, con el singular intervalo del siglo XVI, el mundo sustituía aquel viaje por otro: del misticismo del alma en pos de la luz a la lucidez de la mente tras la realidad. Goethe es un ejemplo de transición entre este último modelo de viaje y el que le seguirá. Porque inmediatamente después nos encontramos con el nuevo modelo romántico. Me refiero al viaje propiamente turístico, cuyo mejor representante se encuentra en Stendhal. El acceso a la realidad pasa ahora por el sujeto. Quiero decir que la mente lúcida va dejando paso al cuerpo sensible. Las formas de lo visible acompañan el periplo viajero con sus insinuaciones estéticas. El resultado es una sensibilización que lo tiene todo de absorbente. Finalmente, el que recoge todo esto es el siglo XX. El nuestro es un tiempo que conserva con particular interés algunas de las variaciones más extremas del viaje romántico que es su herencia. No importa la facilidad del desplazamiento con la velocidad y el acortamiento de las distancias. Porque nuestra vida hoy lo tiene todo del viaje iniciático. Hemos invertido la dirección del movimiento místico al cambiar el ascenso hacia la luz por un descenso dosificado hacia la oscuridad, pero por lo demás conservamos entero el modelo platónico. Este suponía un destino exterior al individuo. La luz de un saber mayúsculo era el pago del viajero a cambio de su desapego a la vida. En cambio nuestro modelo inaugural de viaje romántico no tiene más destino que el interior desconocido del sujeto viajero.
Como turista, Stendhal oscilaba entre la total indiferencia y una extrema sensibilidad. Después, de Lautréamont a Artaud, pasando por Poe y Baudelaire, el empeño iniciático recorre las cloacas del Yo, hurga en la identidad, para desembocar nosotros finalmente en el vertedero de un inconsciente cuya presencia nos causa horror.
Se podría resumir la historia del pensamiento diciendo que es la de un viaje que con el tiempo cambia su orientación para acabar cayendo en un destino inefable que se cumple a cada instante. La luz del saber platónico y neoplatónico nos condujo hacia las alturas, fuera del mundo. Era la verticalidad ascendente. Después, la razón debía guiar al viajero horizontalmente por los derroteros del mundo. Más tarde, aún, la aspiración del Yo a conocerse le orienta hacia abajo, le conduce a su propio interior y le hunde en un fondo en el que la luz ha dejado su lugar a la oscuridad del no-Yo. Hemos recuperado la verticalidad, pero el sentido del desplazamiento se ha invertido. Así, el problema de la Iden tidad rememora el viaje de la Historia como un recorrido inútil hacia ninguna parte. De la sombra del mundo platónico hacia la luz inalcanzable del saber, y de la lucidez de la razón a la indecible oscuridad. Es el conflicto del Yo enfrentado al Otro de sí mismo, a su otro yo indeseable o impensado.
Claro que el tiempo del viaje mítico había encontrado su punto de partida en el asombro. El sujeto del mito se caracterizó por una cierta atonía, durante la cual el recorrido viajero suponía el permanente retorno de lo mismo. El tiempo histórico procedió luego del mito mediante una recuperación del tono mental perdido con el asombro. Aquí el sujeto entraba en lo que Hegel llamó la «pasión» de la historia. Era la continuidad narrativa de un viaje que al introducir la diferencia en su guión se dirigía hacia la Alteridad radical. Ahora, sin embargo, la inacabable crisis post ha echado sus raíces en una operación nunca ultimada. Porque practica el relevo de la pasión histórica mediante una pulsión metahistórica. La facilidad para viajar y la expansión del turismo, unido al progresivo empequeñecimiento de nuestro ámbito vital, anulan hoy la auténtica aventura. Y aparece en su lugar la retórica de un exotismo prêt à porter, bien dispuesto y permanente. Quedan abiertas con ello las compuertas para el encuentro con esa Alteridad temible que anida en nosotros mismos y nos corroe. Inyectada en la historia, la figura pulsional de un Otro abyecto liquida la continuidad de la razón con la discontinuidad de la pasión. La narración histórica se deshace con una discursividad fragmentaria y difusa que corresponde al arte. Por eso el tiempo del calendario regulador de la vida en colectividad deja paso a todas las formas posibles de un destiempo que es personal y de carácter estético. Y en este destiempo la libertad ya no es concebida como un objetivo trenzado con la acción, sino como un don necesario y determinante para nuestra actividad vital.
¿Qué es ahora nuestra actual pasión por la «transparencia» ética, sino una variación de la limpieza estética? Porque transparencia o limpieza no son términos éticos, sino estéticos. ¿Qué indica esa pasión por desatascar judicialmente las «alcantarillas» del Estado? ¿Es un deseo de verdad y honestidad? Hay políticos honestos, incluso argumentaciones públicas deudoras de la verdad. ¿Pero cuándo se ha visto que ninguna de estas dos cosas le sirva al Estado de sostén, si el propio Platón, perseguidor impenitente de la falsedad y la apariencia, reconocía la importancia de la mentira para el buen gobierno de la polis? Ocurre pues que nuestro actual interés por la limpieza y la transparencia se disfraza de preocupación ética, aunque en realidad proceda de una pasión estetizante que rechaza el mal olor pero se recrea en el escándalo.
Como se ha dicho tantas veces, lo bello es regular y no huele. Lo grotesco, en cambio, es excitante. El efecto colectivo de esta polaridad es la desterritorialización. El sujeto está, pero no identifica el lugar como suyo propio. ¿Dónde estoy?, exclama el viajero asiduo al despertar en una habitación que no le es familiar, en una cama que no reconoce. Es el desfase entre el cambio de las cosas y nuestra capacidad de adaptación a ellas, es un desnivel entre la metamorfosis continua del entorno y nuestra adaptación mental. Hoy nos trasladamos, pero no viajamos. O viajamos sin trasladarnos. Pero tanto en uno como en otro caso, nuestra mirada sobre el mundo es irremediablemente turística.
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